Se adentraron por las calles para ver los semáforos que, derrotados por el paso y las inclemencias del tiempo, apoyaban sus cabezas en la calzada. Las avenidas principales apenas se reconocían, cubiertas de nieve sobre arena, ceniza y polvo. Automóviles de alta gama, ahora con los neumáticos podridos por el implacable aire marino, aparcados para siempre, la tapicería deslustrada, los cristales amarillentos y resquebrajados por el desprendimiento de cornisas.
Algunas tiendas con sus rejas echadas, otras abiertas, cafeterías con las sillas junto a la barra, como si el camarero hubiera ido por un instante a la parte de atrás, pero en cuyos suelos se acumulaban 50 centímetros de arena. Edificios oscurecidos y huecos en los que no había ya vidrio sobre los que se reflejase nada. Una redundancia de cemento sin sentido, una organización del espacio que ya no tenía objeto. El viento soplaba incansable, como si disfrutara la posibilidad de explorar a sus anchas. Caminaron hacia el este, absortos en el crepitar de sus pisadas. Sus botas pesaban mucho más, ahora en la gravedad normal.
Cuatro años habían esperado a poder bajar. Cuatro años malviviendo apiñados en un hábitat minúsculo, enloqueciendo cada año y obligándose a reaprenderlo todo. Cuatro años sin comunicaciones con la tierra ni recibir los suministros. Cuatro años de prodigiosa improvisación, reciclando el escaso material que tenían, aprendiendo a cultivar sin tierra y casi sin agua para poder alimentarse de las pocas verduras que hacían germinar, complementando así su dieta habitual de preparados sintéticos deshidratados. Filtrando pacientemente su orina y reutilizando el agua que llevaron desde el principio para beberla una y otra y otra vez. Al fin y al cabo, el agua en la tierra había sido lo mismo: desde el principio de los tiempos, la cantidad de agua en el planeta no había variado jamás, y de generación en generación, la misma agua había realizado su función de refrigerante y disolvente universal, atravesando cada organismo animal y vegetal, la misma agua ingerida por millones de seres y filtrada por infinidad de riñones de todo tipo, que volvía a la tierra, a los arroyos, a los ríos, al mar, que se evaporaba y volvía a caer sobre todos ellos, purificada y dispuesta a repetir su viaje.
Habían pasado cuatro años allá arriba, solos los ocho en la estación espacial internacional. Cuatro años que ocupaban todo su recuerdo. Apenas eran ya capaces de retraerse a nada anterior.
-Control de ISS a tierra, cerramos comunicaciones por 4 horas hasta sustituir el módulo de radio por el nuevo sistema de multiespectro.
-Recibido, ISS. Cortamos transmisiones hasta nuevo aviso. Suerte, un saludo.
Eso había sido todo. El nuevo módulo no funcionó, y cuando trataron de instalar el antiguo vieron que el sello antirradiación estaba defectuoso. Aún así lo hicieron, pero en la posición que se encontraban, apenas lo tuvieron listo cuando uno de los componentes del transmisor se fundió. Una mala casualidad, eso era todo. Un accidente altamente improbable, que dos unidades bien construidas, una que funcionaba hasta 45 minutos antes, la otra recién salida de montaje y puesta en órbita por la agencia la semana antes, dejasen de funcionar.
Pero las previsiones no se cumplieron. Tardaron seis días en poder hacer las primeras pruebas con el transmisor (no contaban con material de repuesto necesario, y tuvieron que apañar las piezas desmontando algunos equipos menos imprescindibles) y cuando lo tuvieron reinstalado sólo recibieron una débil esática apenas perturbada por frecuencias de onda corta que chisporroteaban al azar.
Habían pasado casi 15 días cuando los ocupantes de la ISS (International Space Station) empezaron a inquietarse de veras. Las lecturas de los aparatos meteorológicos registraban un descenso de algunas décimas de grado en la temperatura media de la tierra, y por los telescopios no podían captar ningún indicio de actividad. En el control de tierra nadie parecía sacar los coches del garaje, no volaban aviones bajo ellos, y por las noches, las ciudades estaban más oscuras de lo normal. Ni siquiera el acostumbrado cordón de luz en que se convertía la costa este por las noches era tan intenso como antes.
Describir el resto del tiempo que pasaron allí arriba, encerrados en apenas 160 metros cúbicos para ocho personas, sería un ejercicio de morbosidad.
Así pudieron añadir un módulo a la lanzadera que había traido a los cinco últimos y equilibrar el combustible para disponer de mayor empuje cuando entraran en la atmósfera con exceso de equipaje. Pero jamás renunciaron a intentarlo todos, nunca consideraron la posibilidad de dejar nadie arriba: habían estado mucho tiempo sin ninguna noticia de tierra, ninguna transmisión de radio captada al azar, mientras el planeta entero parecía apagarse (de hecho, habían observado con los telescopios que algunas ciudades ya ni siquiera encendían el alumbrado urbano por las noches) y nadie quería arriesgarse a la posibilidad de quedarse arriba solo por más tiempo. Preferían arriesgar sus vidas intentando caer a tierra con un transbordador modificado, contraviniendo los principios que llevaron a su diseño original, bajo peligro de achicharrarse en la entrada, o perder la aerodinámica pasada la estratorfera, perdiendo con ello la vida, que quedarse un día más en la estación. Y para lograr este fin dieron todo de sí mismos durante aquellos largos meses de planificar la operación y hacer las reparaciones y cálculos necesarios. Peor había sido tener que hacer de psicólogos unos de otros, experimentar terapias extravagantes para lidiar con el delirio que se había generalizado a partir de la mitad del segundo año, y tratar de racionalizar todo para poder mantener sus mentes concentradas en su proyecto de reentrada. Y sin embargo, hubo tiempo de ver de todo. Hubo algunas violaciones. Tras una de ellas, Lenka estuvo a punto de matar a Johnson, y después de que casi lo consiguiera, se llevaron bastante bien hasta pisar tierra. Persecuciones. Intentos de suicidio. Norman se encerró 9 días en un módulo laboratorio amenazando con dejar caer un tubo de fósforo sobre una bandeja de queroseno, lo que sin duda rompería la estación en dos. Kelly pensó que estaban en el infierno, y casi convenció a la mayoría de ello durante varios meses del tercer año. Arkadi encontró la manera de normalizar la situación y dar una esperanza, diciendo (tal vez lo creyese realmente) que una vez había oido que algunos directivos de la agencia llevaban tiempo queriendo realizar un experimento de aislamiento absoluto como forma de recabar datos para los posibles viajes tripulados a Marte. Nadie lo creyó realmente, pero la incertidumbre bastó para que todos sintiesen que alguien les veía, que quizá todo aquello fuera un repugnante y experimental reality show orbital, y aunque las muestras de conductas erráticas y extremas continuaron, de alguna manera empezaron a autoregular su comportamiento. Pero fue también entonces cuando Basiliev tomó la costumbre de programar su cabina para que le quitase oxígeno durante 3 minutos cuando se iba a dormir. Sólo así conseguía un sueño tranquilo. Una inconsciencia, en realidad. Cuando despertaba estaba cianótico y tenía un dolor de cabeza durante varias horas, pero aseguraba, usando sus conocimientos médicos como argumento, que esa práctica no destruía más tejido neural que una borrachera, y ya que no podían fabricar más etanol, estaba dispuesto a dormir así hasta morir o llegar a tierra.
Y cuando pisaron tierra, no había nadie.
Y es gracioso que, en esos cuatro años, en esos infinitos días de trabajar hasta la extenuación, de discutir, de pelear, de enloquecer, de reencauzar sus mentes, de ver y oir cosas ridículas, de comerse sus excrementos y beberse su orina, de enfermar y curarse y volver a enfermar... no estaban del todo destrozados. Aparte de que pesaban un tercio menos que antes, y apenas se sostenían en pie bajo el yugo de la gravedad terrestre que les había sido ajena por tanto tiempo, estaban aceptables. Kelly había perdido los dedos de un pie por un defecto en su traje que le provocó la congelación mientras reparaba la carcasa exterior de un giroscopio, Ron había perdido una oreja en una discusión, y la piel de la mandíbula le había quedado demasiado tensa al cerrársele la cicatriz, haciendo que su seriedad pareciese una mueca de desprecio. Johnson estaba casi sordo debido a una leve descompresión accidental que había sufrido mientras revisaba el casco de la estación, lo que le había perforado un poco los tímpanos. Basiliev desarrolló el síndrome de Parinaud, que a causa de un deterioro nervioso (puede estar inducido por falta extrema de algunas vitaminas, aunque más probablemente por estrés) es incapaz de mover los ojos. Lenka y Arkadi tienen una degeneración bronquial causada por prolongadas hipoxias que les provoca apneas involuntarias y desmayos, Emily quedó casi ciega de un ojo al tratar de suicidarse con un láser de soldadura y Norman empezó a padecer de hemofilia hacía año y medio. Es curioso porque la hemofilia no es algo que se contraiga sin más, es una enfermedad congénita, una mutación perniciosa que se transmite de padres a hijos, pero la sangre de Norman símplemente decidió dejar de coagularse, paró su producción de plaquetas sin más.
Y por supuesto todos, en mayor o menor grado, están afectados por el cáncer. Vivir en una estación espacial te expone al menos a 15 rem al año, mucha más radiación que la producida por todas las radiografías que se hacen 100 personas durante toda su vida.
Saul era quizá el más visiblemente afectado: su pómulo izquierdo estaba abultado y deforme, y hacía dos semanas que vomitaba casi a diario. Sin duda el tumor ya le estaba afectando el oido interno, y antes o después presionaría el cerebro.
Sin embargo, allí estaban.
Norman fue el primero en desabrocharse el casco. Al hacerlo, una espesa barba cana se derramó sobre su pecho. Tenía 34 años, pero aparentaba 50. Con una emoción incierta se frotó los ojos, respiró hondo y unas lágrimas brotaron débilmente para correr mejilla abajo.
Su emoción no era desolación, o al menos incluía algo más, un sentimiento remoto, sencillo y puro. Quizá para sobrevivir todo este tiempo habían tenido que aprender a descartar de su mente preguntas que no pudiesen responder. No se habían permitido caer en los laberintos de las cuestiones irresolubles en las que sin duda buceaban cada día, y se habían centrado cada vez en el paso siguiente, sin contemplar el terrible vacío del todo.
Un aterrizaje improbable junto a una playa antes inexistente, en una ciudad desolada, de un mundo sin transmisiones de radio y con una ausencia de todo lo vivo que antes lo llenaba se parecía bastante a un enigma irresoluble, un interrogante sin respuesta.
Pero Norman no tuvo que esforzarse por apartar de su mente la gran incógnita, esa gran pregunta que a cualquiera le seguiría asaltando: ¿Qué ha pasado aquí?
No, él intuitivamente percibía las cosas de manera distinta. No era la desolación, el infierno de la vida en la estación, el penoso estado de salud y la ausencia de comité de bienvenida a la tierra.
Su emoción era sencilla. Primaria. Irrefutable.
-¡El aire es tan limpio aquí! -alcanzó a exclamar.
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